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miércoles, 14 de mayo de 2014

Diario (43)

14 de mayo, 2014.

   Estos días hemos visto las películas, o más bien documentales, sobre la tribu de los Panero. Yo ya había visto "El desencanto" hace años, aunque la recordaba sólo vagamente, algunas boutades más o menos simpáticas de Leopoldo María; de la otra en cambio ni siquiera había oído hablar. Yo diría que con el tiempo han perdido - en especial la primera, la más legendaria - buena parte de la enjundia y el fuelle que tuvieron en su época. Hoy en día no resultan ni tan escandalosas ni tan significativas, y aunque la interpretación histórica que se les puede dar supongo que no ha cambiado - todo aquello del fin de raza y en consecuencia del franquismo más rancio, culturalmente al menos - no es menos cierto que, quizá por eso mismo, a un espectador nacido a partir de los ochenta podrían perfectamente parecerle unas crónicas marcianas sin un adecuado manual de instrucciones. La saga de los Porretas... en el caso, claro, de que hubiese oído alguna vez semejante nombre también.  

   Por un lado, después de cuatro décadas prodigiosas, la dictadura se vende cada día más como una especie de abuelismo muy soportable, con su rigor pero sin mortis. España era la finca de Francisco, un tipo de Ferrol con bigotillo y voz aflautada y susurrante que no creía en las novedades, ni siquiera en la bomba H, que decía a los periódicos extranjeros que se podía imitar con dinamita, pero por lo demás muy discreto y un señor como dios manda - y casi lo mismo - que nos liberó a todos del terror que trataba de imponer la mayoría de los votantes en un glorioso movimiento como de ajedrez; sacrificando peones, vale, pero volviendo a dejar a salvo al rey para que la patria ganase la partida. Así que en fin... no se entiende del todo qué podían significar aquellos tipos pimplando sin parar y hablando a toda leche del fracaso y la locura, en el mejor de los casos. ¿Que además de mantecados también hay unos buenos cebollones en Astorga? Como máximo resultan divertidos, aunque simbólicamente no se sabe muy bien qué representan. Los vástagos notas y desnortados de un señor con estatua, en blanco y negro. 

   Por otro, ese tipo de estética del hundimiento ya está más que superada. Tuvo su momento, pero los momentos son efímeros por definición. Lo que perdura si acaso son los monumentos. En la segunda parte se ven las secuelas de todo el tinglado: Juan Luis autoexiliado en el Ampurdán, con un punto terrorífico y otro de ginebra; Michi, el más centrado y gracioso de los tres, y el único que no se dedica a la literatura, deambulando por el caserón desordenado de sus recuerdos; y Leopoldo María, que bueno... parece que acaba de asaltar la farmacia del manicomio, y suelta poco más que desvaríos cuando consigue vocalizar... La única controversia parece ser cómo deshacerse de la madre muerta sin pagar un duro; si tirándola donde caiga, pasando de ella o resucitándola de un morreo. Aparte de algunos fogonazos de humor en la cuerda floja, sobre todo en las descripciones y puntillas del menor, todo resulta bastante sórdido y triste, si bien ellos son los primeros en admitirlo. Tres personas de un elevadísimo nivel cultural, casi podría decirse que privilegiado teniendo en cuenta la época y el entorno en que se educaron, sumidos en las neblinas de la angustia y sin saber cómo salir, dando incluso por sentado que no es posible hacerlo. Me recordaron una frase de Herzen: "la vida me ha enseñado a pensar, pero el pensamiento no me ha enseñado a vivir", que, fuera ya de las interpretaciones históricas o sociológicas del clan, creo que es la conclusión última de todo este cuento, de este país en cualquiera de sus épocas: que es siempre incapaz de ser medianamente feliz o estar siquiera un poco tranquilo y en paz... Que francamente (o no) más que un pedazo de tierra parece Saturno, el que devora a sus hijos.

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