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lunes, 17 de febrero de 2014

Diario (22)

17 de febrero, 2014.

   No seré yo quien se posicione sobre la tan recurrente y socorrida consulta de Artur Mas, más que nada porque me la sopla la copla de si Cataluña se independiza o Murcia se plantea convertirse en planeta. Pero, eso sí, no puedo resistirme a esa adorable oleada de tertulianos reconvertidos en cronistas de la Corona de Aragón o el Condado de Barcelona, de los que me he vuelto un fan entusiasta. Los comprendo perfectamente, y mira que a veces lo ponen difícil. A mí también me gusta evadirme de la realidad con cosas así. De hecho solo les reprocho que dediquen tanto tiempo a la existencia o no de Cataluña y tan poco a la de Teruel, territorio que formaba parte del mismo reino y cuyos habitantes, estoy seguro, agradecerían cualquier tipo de confirmación formal sobre su presencia en el mundo. Los pobres ya han diseñado hasta camisetas, pegatinas y de todo para que la gente se pispe, pero nada: hasta los medievalistas más estrambóticos de la tele les siguen ignorando... Lo de este país no tiene nombre.

   Llevo como una semana indagando sobre la figura de Pedro I. Leyendo con atención un par de biografías suyas: la que recientemente han publicado Ignacio y Arsenio Escolar, y otra ya clásica, la de Prosper Mérimée, reeditada también no hace mucho. Aquel fue, sin duda, el periodo más convulso de la historia peninsular. Hambrunas atroces, epidemias de peste, hordas de maleantes, guerras de reconquista, civiles, entre reinos, señoríos y ciudades - con o sin intervención extranjera. Toda la gama de calamidades imaginables, vamos. Entonces los achispados turistas no se consideraban inversores, sino invasores, y la prima de riesgo era la hija de tu tío que quería atravesarte con la espada para quedarse con el huerto de nabos del abuelo. Así. La política era fundamentalmente una: traicionar a toda costa. Para los nobles y ricos-homes no había más unidad que la de sus propios dominios, y podían aliarse con judíos, moros o cristianos, según, o entregar a su padre a una caterva de barbudos por un nuevo barbecho. Pedro el cruel, o el justiciero, dependiendo del barrio, luchó contra su primo primero y luego contra sus hermanos, y no afeitó a mamá a cuchillo de milagro, pero no era ninguna excepción, y en realidad muchos afirman que ni siquiera el peor. ¿España? ¿Cataluña? Es como para partirse el culo, si tuviese gracia. Una pila de bárbaros codiciosos, de señores en constante lucha fratricida por incrementar sus posesiones es lo que eran, y lo que son. De enfermos crónicos.

   Se me ocurre que quizá no deberían dividirse los territorios en función de atavismos banderólicos, sino basándose en modelos de gestión. Quienes quieran disfrutar de las maravillas del estalinismo tendrían su propio país con cirujano de acero incluido, y lo mismo los libremercaderes, los monárquicos, los anarquistas y etc. En vez de votar sería suficiente con subirse a un autobús, y cada cual podría elegir el sistema de gobierno que prefiere sin necesidad de discusiones ni andar a hostias, solo instalándose en él. En función de la población se determinarían las extensiones de cada reino o comunidad, y ya las distintas formas de organización revelarían por sí mismas su eficacia con el tiempo y los resultados. Así nos libraríamos de una vez por todas de las encrucijadas teóricas, y por supuesto de los amos también, porque si de algo estoy seguro en toda esta especie de utopía es de que iban a quedarse solos, tocando la campanita de oro para ver si aparece de una vez el servicio... Sus queridos compatriotas.

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