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martes, 10 de diciembre de 2013

Diario (7)

10 de diciembre, 2013.

   En esa misma plaza de Rábade, en un lugar privilegiado, estaba el local más frecuentado de todo el pueblo: el "CAFÉ ESPAÑOL". En todas partes había uno con ese nombre por lo que sé; eran como la versión franquista de las franquicias. El suelo con baldosas y serrín, la botella de sifón, las clásicas mesas de mármol con el tapete verde para la partida. Recuerdo la máquina de tabaco, que no era de botones, sino de aquellas con tiradores, y las marcas que se ofrecían: Celtas, Rex, Goya, 1X2, Ducados... Más bizarría imposible; no había ni rubio. Si un inspector sanitario de la actualidad se encontrase algo semejante colgado en un garito le temblarían las piernas de la impresión. Podría perfectamente pensar que se trata de un artefacto terrorista. Pero el caso es que funcionaba; había más parroquia allí que donde repicaban las campanas, y fija además, clientes de décadas, de generaciones. Funcionaba hasta tal punto que su propietario, el Rin, se piraba muchas veces durante horas dejándolo abierto y sin nadie en la barra para atender, y los clientes que llegaban se servían a su gusto y pagaban después religiosamente, cogiendo el cambio o dejando propina incluso. Nunca faltó ni un duro (peso) de la caja. Jamás... Aquí al inspector sanitario ya le daría un síncope pistonudo; pensaría que se ha muerto y que está en el otro mundo, en el cielo de los hosteleros, o al menos en otro país. Solo no ver por ninguna parte "al responsable" le haría hecho suponer que seguía en casa.

   El delincuente oficial de allí era el Pena. Ya estaba rehabilitado, o al menos relativamente tranquilo, aunque en tiempos había atracado un banco creo que en Coruña, con dos cojones. Entonces los del oficio no se andaban con pijadas, y él era de los vocacionales, aunque también debía de ser de esos medio profesionales y medio no; de los que son capaces de culminar lo más difícil y luego cagarla en tonterías como para tirarse de los pelos (si es que aún los tienes). Por lo que me contaron el golpe en sí fue un éxito. Entró en la sucursal con el arma, todos al suelo, me cago na cona bendita, y llegó a salir con una bolsa de deporte llena de fajos de billetes de los de Echegaray, el hombre que demostró que ganar el Nobel no sirve de nada. Hasta ahí impecable. Lo que pasa es que después se ve que se apasionó más de la cuenta, por la adrenalina me figuro, y se metió en un chiringuito de los alrededores a ponerse hasta la bola de langostinos. Me parece que fue Confucio el que dijo que si quieres esconder un diamante lo mejor es un vaso de hielo - no estoy seguro, puede que se trate de una de esas citas atribuidas, al igual que a Echegaray no le he leído. En esencia estoy de acuerdo, es lo más juicioso... pero no le eches whisky encima, tío. La idea es no dar el cante. Cuando llegó la policía a tomar declaración a los empleados y demás testigos alguien le reconoció desde lejos, y como ellos dicen "se personaron" en el garito, donde le pillaron con todo el botín y pringado hasta los dedos, sin atender a raciones ya. Pagó no sé cuánto en la cárcel y al salir volvió al pueblo, donde se ganaba la vida trabajando de palista (legal). Era, desde luego, todo un personaje, con greñas y aquel bigotón macarrónico de la época... y alguno de esos tatuajes de punteados azules. "¿Qué tal rapaz?¿Cómo está todo por Asturias?". "Bien, bien...".

   Si había algo sagrado allí era el tute. La partida de la sobremesa era un ritual inexcusable y a partir de las tres el café se llenaba de jugadores de las más diversas condiciones. "¡Ouros!". "¡Teño, carallo!". Voceando todos de la emoción desatada, eso sí. Algunos eran auténticos adictos al naipe. Había uno, el Canario (no sé de dónde le venía el mote porque era más gallego que el caldo; de ser un pájaro fino supongo, o cantar tanto las cuarenta), al que le daban hasta espasmos si no encontraba pareja para la baraja. Por lo general todo el mundo tenía compañeros fijos para jugar en grupos de dos o cuatro, camadas de camaradas ya establecidas. También el Canario, por supuesto; lo que ocurría es que los demás tenían sus límites en cuanto al tiempo de pintarla y él no. La sangre le pedía tute a todas horas. Como a otros el caballo, pero a él todas las figuras. A veces se sentaba solo, cortando las cartas sin tregua, intentando tentar a cualquiera que pasase a su lado. "¿Un tute?". Adultos comunmente, ya fuesen o no forasteros, o sino niños cuando el grado de desesperación empezaba a ser patológico y se le ponían los faros vidriosos, como si estuviese a punto de echársele a volar la boina. Yo mismo jugué con él en alguna ocasión, por pura lástima. Las tardes peores, cuando no arribaba ningún rival, era desolador verle allí con los codos sobre el tapete y la cara tapada entre las manos, al borde del siroco. Era un jugador excelente, magistral. De los que saben cuándo va a salir cada triunfo y subastan con una precisión japonesa. De haber nacido en Las Vegas, Nevada, habría elegido hasta los gobernadores, pero allí tenía que conformarse con el que le tocase en suerte. Y a veces, doy fe, auténticos neófitos que no sabían ni lo que era "arrastrar". Parejas extrañas de verdad. Claro que ninguna lo era tanto como la de el Pena con su guate habitual: un guardia civil. Aquello sí que era como para haberlo grabado. El bandarra del pueblo bramándole a la benemérita: "¿Pero ti estás tolo o qué che pasa? ¿Cómo tiras o cabalo? ¿No ves que che levan o rey ahí, parvo...? ¡Me cago en...!¡Ya nos ganaron, carapijo!". Solo faltaba el inspector de sanidad acodado en la barra y encendiendo un trujas con el orujo.

 
 

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