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viernes, 29 de noviembre de 2013

Diario (2)

29 de noviembre, 2013.

   En unas horas salimos hacia Valencia. Será un fin de semana movido, con muchos compromisos, aunque con gente maja también, que siempre ayuda a sobrellevarlos mejor. La última vez que estuvimos visité la famosa huerta de allí. Enrique tiene alquilada una pequeña parcela que trabaja con regularidad, con afición y ganas, y los resultados son casi mágicos. Bolsas y bolsas de hortalizas de primera calidad, enormes y jugosas, brotadas en escasos metros, en apenas un pequeño retal de tierra. Allí es generosa, espléndida, de una fertilidad ya proverbial, y la verdad es que se nota con solo mirarla, es como si rezumase nutrientes, una especie de combustible sólido para arrancar vida. Instintivamente te das cuenta de que es así: un chollo para labrar. Da la impresión de que basta simplemente abrirla, un surco casi casual, y luego soltar las semillas para que la cosecha sea provechosa. Por supuesto no es así, hay que darle a la fesoria también y doblar el espinazo... pero lo parece. Se ve y se respira.

     Cuando viví en Holanda me contaron un día que había gente que se había vuelto majara por comer bulbos de tulipán, durante la posguerra. La tierra allí no es tan caritativa, no da ni un limón de limosna, y desde luego el clima tampoco es que ayude. Cuando vienen los vientos del mar del norte, sin una sola montaña que los pare, no se puede ni avanzar en bici, y no digamos ya el frío. A veces consideraban la nieve un alivio porque calentaba moderadamente la temperatura y aflojaba un poco el espesor de aquel aire cortante, como cuchillas rozando la cara. Unos regadíos como los valencianos allí serían considerados un regalo de dios, y de los gordos. Una bendición, un milagro auténtico, y casi estoy seguro de que los antiguos habrían construido toda una religión a su alrededor, templos y la hostia para dar gracias y prevenir posibles cabreos en las alturas. Recuerdo un lugar donde había una colina diminuta, un montículo apenas, en cuya cumbre se había hecho - en tiempos ya remotos, claro - una especie de estrambótica fortaleza circular donde pensaban ir a refugiarse cuando llegasen las grandes inundaciones, el fin del mundo o yo qué sé... Si montaron todo aquel tinglado por un peñasco no quiero ni pensar lo que les habría sugerido esa tierra hechizante, como embrujada por los mejores abonos. El Paraíso como mínimo. No hace falta ir tan lejos: aquí mismo basta con leer el pasaje del Cantar del Cid en que éste les muestra a Doña Jimena y sus hijas Valencia conquistada - o reconquistada, según el barrio en que preguntes. Se quedan como idiotizadas con el mar, y recuerdo haber leído en alguna parte que Azorín anotó en su ejemplar privado: "Claro, nunca habían visto el mar...". Ahora puede parecer una tontería, pero entonces no. Debía de ser como un fogonazo, para irse por la pata en el cinturón de castidad. No creo que sea por azar que esos versos figuren allí, cuando los cantares eran como el cine del pueblo. Llevaban el mar a Castilla, la fascinación en imágenes a los agricultores que los oían recitar. Todos aquellos huertos ubérrimos - aunque circunstancialmente sembrados de cadáveres, ejem - y el mar de fondo... Javier GM ha dicho que eso será lo primero que nos lleve a ver hoy, en cuanto nos recoja en la estación. Me muero de ganas.

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