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domingo, 5 de mayo de 2013

Mis tiranos favoritos (22).

     GILLES DE RAIS

     Su padre falleció del jabalí, a dentelladas, y fue como un destello fabuloso para él, que todavía era un alevín. Hay que matizar que tampoco tenían mucho trato, y que nos encontramos en la Edad Media, en plena Guerra de los Cien Años y las ya cansinas irrupciones de peste y todo el percal de catástrofes apocalípticas y danzas de la muerte en corro. O sea que aquello del progenitor yéndose por el estómago era un poco como la sesión infantil de la época, el Otro Barrio Sésamo. Estuvo observándole durante su larga agonía sin mover un músculo, petrificado, aunque según los rumores nada dolido y casi relamiéndose. Ahí dicen que fue donde se vició con la sevicia hasta el extremo de que incluso llegaría a afirmar años más tarde: Mi juego por excelencia es imaginarme muerto y roído por los gusanos. Su tío-abuelo había sido Bertrand du Guesclin, el mercenario al servicio de Enrique de Trastámara, conde de Noreña y las pueblas de Gijón, Chillón y Allandes (vaya tribus) y más tarde Enrique II, durante su contienda con Pedro I el Cruel. Todo un trío de ases asesinos, al que habría que agregar al Príncipe Negro, otro buen ogro, y poner ya cara de pocker para que no te cazase la mano ninguno. Bertrand andaba por ahí con su hacha favorita comandando las Compañías Blancas, tan salvajes que hasta se había prohibido que fuesen en grupos superiores a doscientos por si se les iba la olla más de lo pactado - en una breve escala en Barbastro prendieron fuego a la torre de la catedral e robaron e destrujeron de todo punto Barbastro como havian fecho e ficieron en otros lugares de Cataluña e de Aragón. El tito Bertrand, un yayo entrañable vamos, como el de los caramelos... Ya era famosa la familia por sus malos humos, y tan poderosa en Francia como el mismísimo Rey. Gilles quedó bajo la custodia de su abuelo, Jean de Craon, no demasiado apreciado en la corte por sus veleidades y dotes de salteador. Le había guindado en una ocasión las joyas a la duquesa de Anjou, por la cara y las más caras, y eso quizá le había cerrado algunas puertas. Bueno, en realidad las atrancaban con vigas y ponían a calentar alquitrán si le veían venir, con sólo otearle en la distancia. El abuelito, básicamente, le ponía hasta la bola de alcohol y le instruía en las artes guerreras, las más guarras. Alabarda, daga ballock, espada, lanza, arco... todas las disciplinas y cabronadas. Ahí fue cuando mató por primera vez, practicando. Le pudo la impaciencia. Ya estaba harto de monigotes y peleles de trapo y le dio un puñal a un sirviente pálido y debilucho, un tal Antoine, al que acto seguido atravesó de una estocada para ver sin parpadear siquiera cómo se desangraba, la maravilla en ebullición. Al abuelo Jean le costó alguna moneda indemnizar el suceso, aunque seguro que asintió orgulloso. "¡Qué cosas tiene mi nieto!".

     Le pirraba leer, y sobre todo a Suetonio, las "Vidas de los Césares". Era su libro de cabecera. Tiberio, Calígula, Nerón... no había desperdicio. Algunos eran un poco callos, pero aquéllos... ¡fascinantes!. Tipos de gran cordura además, sólo un poco incomprendidos. No había tiempo que perder para emularles y antes de cumplir los dieciséis patrocinó una tropa y tomó el castillo de Chantoceau, donde estaba el duque de Bretaña cautivo. Él mismo combatió en la vanguardia, degollando con gallardía hasta al bufón, a mandoble limpio, y dada su escasa edad todos se quedaron bastante sorprendidos con el arrojo del joven. Con sus cojonazos bretones, en román paladino. El duque le nombró sin más su lugarteniente, y como aparte le salían los títulos y el oro por las orejas al chaval (barón de Laval y un largo etcétera era) no tardó en convertirse en uno de los más respetados y temibles señores de la guerra del país. Sus compañeros decían que un espíritu demoníaco le poseía al luchar, y con veintidós años ya encabezaba bien avezado su propio ejército. Aunque de pronto irrumpió en escena otro personaje histórico: Juana de Arco. La chorba de las visiones y misiones sobrenaturales. Venía con instrucciones precisas del arcángel San Miguel y de las santas Margarita y Catalina, y aun de más alto, para aniquilar sin misericordia aquel franco incordio de los ingleses; y su aparción o apariciones fueron para Gilles fue como un trallazo redentor... una llama blanca, diría él mismo. Más jevi que lo del jabalí. El sádico cayó rendido a los pies de la santa, fulminado por la iluminación. Él mismo le pagó la yegua y una coqueta armadura blanca en Tours de Francia. Un pendón finamente hilado también, con emblemas surgidos de los susurros y fogonazos celestiales: lirios, angelotes con la divisa de Jesús y María y la de dios... Después el escudo azul en el que salía una paloma rutilante, como parida por un sol panzudo, que llevaba un pergamino sujeto en el pico con la leyenda: Por orden del Rey de los Cielos. Congeniaban de lo lindo los dos, menudos subidones maquinando reconquistas a degüello y por ahí de compras. Al ver la buena onda con Juana el delfín nombró a Gilles su protector (el delfín, aclaro, era el futuro Carlos VII, no una visión). De modo que ya podían ponerse a matar guiris a mazo con ese divino amor; montar un cataclismo milagroso contra los otros católicos, los de la isla, que se ve que eran creyentes más irregulares y con fe descafeinada. Porque en esencia fue lo que hicieron: una remontada épica del conflicto de la que hay hasta películas, con Juana al extremo en la delantera y Gilles de ariete. Pero seguir sembrando Europa de fiambres en resumen. Nada nuevo en ese sentido.

     A él le nombraron Mariscal de Francia, y en cuanto a ella sus pronósticos comenzaron a cojear cada vez más hasta que la cogieron. Tras algunos trámites fue casi directa a la hoguera. Aquello le afectó muchísimo a Gilles, tanto que no le quedó más alternativa que dedicarse a las farras continuas y la nigromancia. Vale, había otras, pero fue la que eligió. Supongo que la santidad está bien como experiencia, aprende uno cantidad y encantado, claro que así como forma de vida extenúa, llega un momento en que aburre tanto rezar, aborrece. Gilles además tenía un temperamento sanguíneo, más de calaveradas y rugir en la orgía. Digamos que volvió a encontrarse a sí mismo, como explican los manuales de autoayuda - que también menudo nombre de paja fina les han puesto. Desde entonces siempre era domingo en sus dominios. Monsieur de Rais no se privaba de nada y en la comarca se privaba de todo: coñacs cañeros, vinos con especias, licores de los que te transforman en dragón al segundo trago, birra por barriles... Montaba barras libres a diario, casi a todas horas, rascando las arcas y los arcanos que daba gusto. Por no hablar, también, de los banquetes medievales con banquetazos después y las juergas hasta el amanecer amenizadas con juglares, que de todo había. Torneos y más justas que las del ángel de la guarda. Un despilfarro sin tregua. Financió lo que hoy se llamaría una superproducción: El misterio del sitio de Orleans, un homenaje a su añorada Juana. Ochenta mil coronas de oro se fundió, un fortunón, el precio de un castillo potente con vistas al mar, varios tercios armados y cestos con orejones para obsequiar a las visitas. Veinte mil líneas de guión consiguió, en octosílabos. Ciento cuarenta actores y quinientos figurantes, y nada de vestuario y uniformes de atrezo vulgar: réplicas auténticas, con telas de las caras. Se representaba del alba al crepúsculo en distintos rincones de Orleans, con andamios y plataformas y un entramado colosal rodeando los escenarios, y por supuesto sin que nadie tuviese que pagar entrada. Ni un cobre. Incluso para alguien tan acaudalado como Gilles aquello era un sobrazo, un derroche insostenible. Le construían golondrinas mecánicas, frankensteins de la época... cualquier majara con planos a boli de algún engendro demencial era bienvenido a la fiesta perpetua, sin reparar en gastos. Si rechazaban tu ingenio giratorio en París podías ir a Champtocé, Machecoul o Tiffauges, allí subvencionaban humanoides de palo y autómatas trepidantes sin hacer preguntas, ¡y luego jarana gratis! Pronto el presupuesto empezó a tiritar, aún se sostenía pero menguando a pasos agigantados. Se piraban las monedas como si estuviesen endemoniadas.

      Aunque Gilles ya lo había previsto, faltaría más, y tenía un plan de choque para reponer efectivo. Entre toda la caterva de inventores pasados había contratado a Francesco Prelati, latinista distinguido y diestro sobre todo en alquimia. Estaba a un tris de alcanzar la transmutación de los metales Francesco. Le faltaba... nada, un hervor, que esmerilase la masa fétida y dejasen de romper tan pronto aquellas malditas pompas. Un par de borboteos que implosionasen creando un monolito enérgico, resplandeciente, y lograría la piedra filosofal, estaba seguro. Oro por un tubo en remolino, con sólo tocar el plomo. ¡Carretas!  Para consumar la creación necesitaba un laboratorio bien equipado: pipetas gruesas para cerar sólido, alambiques imbricados, sublimadores, buenos canutos de cristal. Tener a raya a los agentes contaminantes también, templar a los diablos y conseguir su colaboración, para lo cual bastaba con algún que otro ritual tenebroso y ponerse a escribir un libro mágico con sangre de niños. A Sire Gilles las condiciones le parecieron óptimas. Por un lado, casualidades de la vida, sacrificar críos era una de sus aficiones secretas, algo que llevaba tiempo haciendo en sus haciendas. Ya contaba con la infraestructura incluso: una labriega lóbrega llamada Perrine, que los engatusaba con confituras; secuaces tochos de confianza; el deán de la Ferrière, un jorobado mofletudo de pésimo talante que dirigía un coro infantil que - casualidades de la vida - el propio señor de Rais mantenía y alimentaba. Todo ventajas... y teniendo en cuenta además que la oferta incluía el asesoramiento de Barron, el mensajero del Averno que iba a verles, y alguna eventual cópula furtiva pero sin complejos con Francesco, brujo para todo. Ni en la teletienda se enrollaban tanto. De manera que, con ese espíritu, se pusieron a trajinar sin descanso. A guisar azufres y despedazar muchachos, centenares. Gilles hasta guardaba un tiempo las cabezas para hacer concursos de belleza con ellas y sus macarras macabros: "¿Cuál os gusta más?... ¿Ésta?... ¿Ésta otra?...". A la más extracorpórea la besaba y la casquería, natural, se la ofrecían a Satanás en un cuenco, ya bien colada y eyaculada, para ver si se espabilaba con lo de la conversión de los elementos. Sin acelerarse pero bueno, cuanto antes mejor, que ya empezaba a estar un poco pillado.

     Baste decir que había tenido que desprenderse de algunos terrenos para mantener el tren. Propiedades ancestrales de la familia, con valor sentimental también. El castillo de Étienne-de-la-Mer-Morte por ejemplo, un chabolón almenado con toda la finca. Pila de hectáreas y campesinos para explotar y de protección oficial. Lo adquirió Guillaume Le Ferron, tesorero del duque Juan V. Al principio bien, los emisarios se pusieron de acuerdo en el precio y hasta quedaron para la primera entrega. Pero el adelanto fue raquítico, una miseria, y Gilles necesitaba la pasta contante en la mano para las timbas y encantamientos, no aquellos cuatro chapos pochos que le daban como si fuese un menesteroso cualquiera. Porque encima, los muy uñas, ya habían tomado posesión de la fortaleza. Así, por la patilla, toda aquella quincalla de okupas y fulleros del quince. Montó en cólera y partió al mando de una columna a la iglesia donde oficiaba el hermano de Guillaume, Jean Le Ferron. Un domingo de Pentecostés, enarbolando un hacha, como el tío-abuelo Bertrand con los bárbaros del sur. Entró en mitad de la liturgia con doce hombres que apuntaron con sus espadones a la congregación de fieles, por si alguno objetaba, y sacó al cura a collejas, a patadones, dándole bien de leches fuera. "¿Y tú hablas de beatitud?... ¡Burlanga!... ¡Carapijo!... ". Lo ató a su caballo y luego condujo la plasta de carne temblorosa a rastras hasta sus mazmorras, que menudos cubiles mohosos debían de ser, y se escanció seguramente en sus estancias un buen copón engastado con pedrería de las depredaciones, para aflojar un poco las tuercas y relajar. La falsa bondad y la falta de honradez le sacaban de sus casillas. No podía con ellas. ¿Duques? ¿La Inquisición?... ¡Una panda de orinales podridos de corrupción todos!¡Que le fuesen a buscar si se atrevían!... Sólo Juana había brillado de verdad entre toda la chusma de hombres falsos y sus artificios. Sólo la menuda Juana, encerrada en ese fuego cegador...






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