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martes, 9 de abril de 2013

Mis tiranos favoritos (18).

     CARLOS D'ESPAGNAC ( El Conde de España )

     Nació en Francia de una familia linajuda, los marqueses d'Espagnac. Bien en principio, menuda potra, aunque al cumplir catorce años cambiaron las tornas y estalló la revolución. Todo un contratiempo. Entonces había más bien pocas patatas en su patria, un chasco las cosechas; pero pelapatatas gigantes los tenían casi en cada plaza, recién cabruñados además y con la peña muy encabronada, y desde luego algún tipo de función tenían que asignarles a los chismes. Conque se pusieron raudos a tirar del hilo, y luego ya directamente de las cuerdas, y a llenar los cestos con testas aristocráticas hasta el punto de que aquello acabó pareciendo ya un sorteo con truco donde a todos los participantes les tocaba. Si pertenecías a la nobleza te daban boleto, así de fácil, y las apelaciones las resolvían a palos. Fraternidad lo llamaban, cantando y ejecutando vizcondes como conjuntivíticos. Para evitar el afeitado a fondo, bastante presumible, el marquesito decidió emigrar muy apurado. Pasó a Inglaterra y de allí a aquí, a España, donde se podía privar sin tasa, su gran pasatiempo, y el poder era todavía un coto privado de chusma incluso más despiadada, pero con títulos y una larga tradición al menos, no espontáneos sin clase ni estudios ahí abalanzándose a la sedición igual que una manada de ñus sedientos. Se alistó en los ejércitos de Carlos IV dispuesto a atajar todos esos desórdenes tan ordinarios y a meter en vereda al populacho. Y de paso sacarse un buen jornal, qué cojones, que después de todo le habían arramplado con la heredad aquellos gorrones del gorrito colorado, y tan campantes. Empezó de capitán, invadiendo su propio país. Bueno, intentándolo, porque pese a ser unos zotes los de la plebe les dieron una buena azotaina. Los pusieron otra vez mirando a Cuenca, en fila india. Aunque por lo demás se adaptó bien a la patria adoptiva, fenomenal. En 1812 ya era gobernador militar de Madrid y poco después Fernando VII le hizo el honor de españolizar su apellido, que la verdad es que lo estaba pidiendo a gritos. También le ascendió a conde, le dio el mando de su Guardia Real y en 1827 el de sus tropas cuando tuvo que sofocar una rebelión de realistas extremos que, sinceramente, no lo parecían en absoluto. Pero bien, los aplastó, y así obtuvo ya el cargo de Capitán General y la fama de terror de los insurgentes. Algo mucho mejor que sargento.

     Se instaló en Barcelona, la ciudad condal. Lógico. Allí prohibió las trenzas con lazo, por si había alzamientos, y los anuncios de aceites para eliminar el vello y de pomadas contra las hemorroides. Ya no tanto. Pero en fin, había que prevenir posibles dislates. Regenerar la sociedad, comenzando por la higiene. Afeitar bigotes, rapar cabezas a tijera... y sobre todo controlar a las amas de casa remolonas, los desmadres  mucho más allá de las melenas. Cada mujer debía barrer antes de las ocho de la mañana la porción de acera que hubiese frente a su casa. A conciencia, ni polvo extra ni exterior. Sus soldados andaban por ahí diquelando y si observaban anomalías tenían instrucciones de entrar en la casa en cuestión y hacer las tareas del hogar ellos mismos, frotarles con ganas las perolas si hacía falta, y por supuesto después pasar factura. Sin excepciones: a su propia esposa la tuvo un día arrestada bajo las escaleras por no encontrar batatas. Todo tenía que estar en su sitio. El suyo, por supuesto, era la Capitanía, y en ella se pasaba la mayor parte del tiempo, sentado en el suntuoso corredor con vistas al puerto. Se llevaba su aperitivo habitual, una botella de ron y otra de aguardiente, y allí aguardaba contemplativo y sereno por decirlo de algún modo hasta que empezaban a aflorar las irregularidades. Porque en un momento dado surgían como de la nada, a diestro y siniestro. Todas las botellas empezaba a verlas ya medio vacías y a los transeúntes como amenazas potenciales, conspiradores haciéndose los longuis... catalanes. Le venían arrebatos con los que llevaban barretina, y es que los vestían como sin culotes, ahí provocando; con los polloperas que se las daban de caballeros distinguidos sin serlo también - a ésos los mandaba a servir en Cuba de una patada en el bul -; o con los mocosos granujas que se ponían a jugar debajo y que a veces acababan en las unidades de pífanos y tambores, para ver si así se les quitaban las ganas de armar barrila. En una ocasión mandó a un jorobado que pasaba hacer guardia uniformado en la puerta para descojonarse un rato, y otro día puso a unos soldados a desfilar marcialmente mar adentro. Lo que diese de sí el pedo, así en general. Aunque las formas eran las formas, sin duda, y cuando una escuadra holandesa atracó allí se dejó de banalidades y ordenó que subiesen su caballo al balcón para saludar como es debido, con la proverbial gallardía de un grande de España. Que admirasen íntegra la entereza.

     Debido a ella asistía a las misas con suma gravedad, casi gravitando. En un estado rayano al éxtasis - al éxtasis místico, se entiende. Se ponía de rodillas, los brazos bien extendidos en cruz, y alucinaba con los ojos en blanco, más que la hostia. La gente no decía nada, qué iban a decir; le dejaban ahí sumido en los espejismos y sus vislumbres particulares, flipándolo solo. A veces le daban como bamboleos, convulsiones repentinas de arrepentimiento o no sé, posesiones de las inmateriales. Además llevaba a cuestas cantidad de escapularios, medallas de beatos y bisuta, y no era infrecuente que con aquellas protolevitaciones súbitas empezase todo a tintinear de la intensidad y a montar cierto jaleo en el templo. Durante una ceremonia se le piraron las cuentas del rosario rodando; se pusieron a botar las bolitas y a deslizarse entre los rezos ajenos a causa de los zarandeos de enajenado wagneriano que les metía. Claro que ni dios chistó. Menudo era el Conde con sus enemigos. Eléctrico. Tenía mandado que cada vez que se ejecutase a alguien, cosa que sucedía muy a menudo, se disparase además un cañonazo. Por si alguien no se había percatado y para que se recatasen. Luego se sacaba el cadáver de La Ciudadela, muchas veces amputado, y se colgaba varios días en público. Me figuro que habría alguna ama de casa encargada de fregar el reguero de sangre. Él se ponía su uniforme de gala, se pimplaba bien de orujo, hasta tener los ojos rojos, y se encaminaba hacia allí con un séquito de acólitos totalmente alcoholizados para reír a carcajadas y bailar a su alrededor. La banda militar siempre tocaba entonces "Las habas verdes", que era su himno oficial para aquellas celebraciones. Como "La marsellesa" pero más doméstico.


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