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lunes, 29 de abril de 2013

Dos poemas de José Daniel Espejo.

          HASTA LUEGO

Sé la hora exacta, pero prefiero decir
que se arrastraban las nueve de la noche
como un muerto corriente abajo. Estábamos
a catorce de junio y el tilo junto a mi casa
todavía arrojaba una sombra torcida
y movía las ramitas para adaptarse
a una especie de brisa. Ella llevaba
los pantalones de cuadros y la piel de sus brazos
estaba suave y fría. El caramelo de menta
que acababa de comerse casi no pude
probarlo, porque entonces se puso
seria y me dijo algo
no recuerdo bien qué
ya sabéis, hace tanto
hace tanto tiempo, tanto
tiempo
tantísimo tiempo
ya.

.....

AYUDA A LOS ANCIANOS

Ser viejo. Bien, es posible
que yo nunca lo sea. Es posible
que ninguno podamos, pero imagino
mi casa y mi cuerpo de anciano,
un sillón donde aterrice un buen sol
y una cabeza calva donde tan sólo
algunos recuerdos fluyan en silencio
y me mantengan en pie. Quiero
ser ese viejo, y sé perfectamente
que no está de moda una cosas así, pero espero
oír mi voz cascada en la cocina vacía,
ese ritmo de vida en que los pasos
son fruto de un deseo particular.
Quiero veros a todos a la luz
bellísima que da el alejamiento.
Quiero ser viejo y que vosotros
no lo seáis.

     (José Daniel Espejo: "los placeres de la meteorología", ed. Nausícaä, 2000, pp. 53 y 62).

jueves, 25 de abril de 2013

Mis tiranos favoritos (21).

     LEOPOLDO II
     (Segunda parte)

     Por ahí andaba, todo ufano y haciendo el paripé por Europa, comiendo faisanes a pares. Con su barba de Papa Noel del corazón de las tinieblas y el uniforme de muy teniente general con charreteras, dispuesto a forrarse mucho más que el barrigón. Ya había liquidado la cuestión de los testaferros y ahora tocaba el ferrocarril. Extender las vías por la selva. A los lugareños ya los tenía medio achantados, o más bien bastante. Primero con sortilegios baratos: sus negociadores encendían puros con una lupa o les daban la mano con uno de esos artilugios de broma que sueltan descargas para que sintiesen su poder sobrenatural y quién era allí el macho alfa. Pero bueno, tampoco había necesidad de andarse con tanta gilipollez, sobre todo cuando cayeron en la cuenta de que amenazar con el hambre era mucho más eficaz que el truquito del calambrazo. Éso fue sólo el coqueteo, un vacile de escaso voltaje a los primitivos fascinados. No tardó en armar sus propios grupos militares. Los llamó la Force Publique y eran el ejército más poderoso de África central - tenía más guarniciones allí que en el almuerzo, que en su caso ya es decir. Entraban a saco en los poblados, hacían recuas humanas con cuerdas o cadenas y ponían a esos salvajes a currar duro, para sacudir su ociosidad y hacer que se den cuenta de la santidad del trabajo. Pasaron de los portentos eléctricos a ponerles a portear por miles. Reconaissances pacifiques las denominaban a tales incursiones. Leopoldo incluso fue elegido Presidente Honorario de la Sociedad para la Protección de los Aborígenes... O sea que había reconocimientos por la paz sin parar. Claro que no todo fue un camino de rosas; lo de las comunicaciones tela. Menudos terrenos para traer el tren eran, abruptos por un tubo y traicioneros. Mano de obra la había de sobra: escogían y cogían directamente, un bufé, por mucho que bufasen. Pero las traviesas muy rebeldes; ésas no había manera de incrustarlas al derecho. Y a rezar todos además para que no detonasen los transportes de dinamita, que muchas veces pasaba. Unos zambombazos criminales ahí entre los bosques milenarios, y después toda la peña despeñándose, a cachos voladores, chamuscados... ¡Otro envío desparramado en las vías!... Así de chungo era el Congo. Para morirse.

     Llevó tres años hacer los primeros veintidós kilómetros. Parecía la autovía Llanes-Unquera con moscas del sueño. Pese a vivir en la opulencia Leopoldo también tuvo sus eventuales problemas de crédito. En muchas ocasiones se vio obligado a andar persiguiendo a banqueros e inversores varios, a toda la bandada de vampiros, para que no se le fuese el garito al garete. La navegación fluvial no bastaba. El barco de vapor, el kutukutu, como lo conocían los locales, era sumamente útil pero insuficiente para las dimensiones de la voracidad. Llegó un momento en que tuvo que poner el cazo con sus súbditos para ver si cazaba una buena subvención, un préstamo competente. Se comprometió a legar a los belgas la propiedad en su testamento y accedieron. Obtuvo una financiación de veinticinco millones de marcos sin intereses, sin otro interés que el de salvar de su atraso seculear a los blablablá quiere decirse. Poco a poco el marfil empezó a desplazarse por toneladas. Salían del puerto buques hasta la bandera estrambótica aquella que se habían sacado del mangoneo de piños de elefante apiñados; asomando por los ojos de buey iban, y a precios de risa: o me traes de sobra o tu aldea será devastada. Sí señor, Stanley decía que les estaban llevando el evangelio de la empresa. Era un embaucador temerario y un racista violento, pero de ingenuo no tenía un pelo. A veces daba la impresión hasta de ser un adelantado. Llegó al Parlamento británico y todo. Para evitar discrepancias puntuales y haraganerías de aborígenes se puso de moda el chicotte, una fusta de piel de hipopótamo sin curtir en forma de sacacorchos y afilada en los bordes para apalearles y pelarles la espalda. Aunque había incluso métodos más convincentes: matanzas feroces, hambrunas forzadas, saqueos y violaciones masivas, toma sistemática de rehenes, cestos de manos cortadas, castraciones sin anestesia, tiro al congoleño con premio... ni se sabe. Archivos y archivos de barbaridades a elegir, y eso que la mayoría se expurgaron. Como ejemplo del ambientillo que se respiraba se suele poner a Kurtz, el célebre personaje de Conrad, que todavía dicen algunos que es una alegoría. Alegoría pollas: más real que la oenegé de Leopolo fijo, y aun se quedó corto. Existieron al menos tres o cuatro candidatos conocidos por el autor en su estancia allí para inspirar el abollado de la novela - uno incluso con la choza rodeada de cabezas, coleccionista de mariposas y pintor en sus ratos de ocio homicida - y todos le superaban. Ninguno a Marlon Brando en apostura, eso también es cierto, porque hay fotos... Pero por lo demás lo del horror era recurrente. Se usa incluso un término en lengua mongo: lokeli... "lo sobrecogedor". O los que cogen el sobre, que también cuentan. Los más lokelis de todos quizá.

     Las masacres gruesas se dieron a partir de 1890, cuando la Dunlop se puso a producir neumáticos. De repente todo el mundo quería comprar caucho; los precios se lanzaron al alza, era una obsesión permanente en las sesiones de la bolsa, y Leopoldo se percató de que tenía en su latifundio quintales para quitarles a los vagonetas del taparrabos. Los puso a extraer pero rápido, antes de que el resto pudiesen conseguir sus propias forestas y poner los árboles a llorar. Cuanto más se disparaba el valor más también las cobardías y los rifles. Conseguirlo era asequible, aunque lento, un goteo agotador, ¡y había prisa!. De día, de noche... internándose cada vez más en la jungla, devorados por la extenuación o las fieras, con la prole secuestrada o grilletes y chicotte para quien no cumpliese la cuota... Pringados en la sustancia. Leopoldo se convirtió así en uno de los hombres más ricos del planeta. No sabía ni qué hacer ya con tanto billete. Estatuas, parterres, casas, palacetes, palacios, monumentos... un yate de mil quinientas toneladas, un tren privado con adornos de oro, solares y solares de la Riviera para levantar villas. Cualquier edificación que tuviese algún carácter secreto y misterioso se la compraba: una trampilla, una cantera encantada cerca, palomares con cuchicheos de espíritus. Ordenó construir un ascensor "renacentista" y un pabellón chino de un millón de francos, con restaurante francés dentro, y al final ya hacía sus desplazamientos por la mansión que habitase en un triciclo para adultos, hablando de sí mismo en tercera persona, con el debido respeto. Fatal estaba. Como es lógico la opinión pública se iba pispando, y cada vez más, de que todo aquello de la bondad civilizadora de Leopoldo olía un poco ya no a podrido, sino a mierda pinchada en un palo. Se oían rumores inquietantes y hasta había testimonios acalorados y algunas cifras frías. Su gabinete de prensa y los diarios de a franco el folio y cien el follón lo negaban terminantes. Todo eran desvaríos de trotamundos alucinados por la insolación, colgados del ala que querían interrumpir el progreso. Golfos y tergiversadores emponzoñando con sus falacias. "¡¡Filoetarras!!". "¿Quesquesé?". "Tú ponlo...". Se iniciaron verdaderas escaramuzas mediáticas, de alcance internacional. Mark Twain hasta escribió un libro caricaturizando al rey, y Conan Doyle no puso a Sherlock a investigar aquellos crímenes porque eran demasiado elementales hasta para Watson, aunque ganas no le faltaron. En Italia dos llegaron incluso a batirse en duelo por comentarios encontrados sobre el tema. Aparecieron los primeros grupos organizados serios para defender los derechos humanos, aún embrionarios pero muy encabronados. El hoy llamado activismo. Los cadáveres del Congo ya eran millones, un holocausto de dimensiones históricas, y los impotentes peatones cada vez chillaban más y más alto: "¡Vergüenza, vergüenza!". Ése era el lema en las manifestaciones, qué cosas. Leopoldo seguía en sus torres de marfil y caucho. Tras enviudar se había casado con una prostituta de dieciséis años que había conocido en un bar de copete, Caroline Lacroix (supongo), o Blanche Zélie Joséphine Delacroix etc. Le tenía babeante, como una fragua. Siempre le decía Très Vieux [Viejísimo] mientras arrasaba las modisterías de lujo y le aguantaba las paranoias de hipocondríaco severo y lo que surgiese. Porque entonces ya no permitía ni que tosiesen a su lado; hacerlo era motivo de despido. Se lavaba con un impermeable para la barba... A sus hijas ni les hablaba.

     La presión creciente y otras consideraciones consiguieron que cediese antes de lo previsto la propiedad al Estado, que pagó por la gentileza y por la jeta también unos doscientos millones. Para calmar los ánimos externos, y un poco de paso el exterminio, aunque por supuesto el país no iba a renunciar al negocio ni del todo al genocidio económico después de semejante desembolso. En 1913 se reconoció como colonia y siguió el desmadre de mercancías - cobre, cobalto, diamantes, oro, estaño, manganeso, cinc. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki se fabricaron con uranio de la mina de Shinkolobwe. El último acto de Leopoldo como rey fue firmar, con la mano temblorosa tras una operación - quirúrgica -, la implantación - porque las plantaciones ni mentarlas - del servicio militar obligatorio. Murió al día siguiente, sin haber puesto nunca el pie en el Congo. En la vida. Su principal heredera fue Caroline, la entonces baronesa de Vaughan además de toda la retahíla anterior. El gobierno trató de dificultar las gestiones, hasta le tapiaron un palacete para hacerla desistir o salvar siquiera la cubertería o algún bibelot de los bonitos, pero de poco sirvió. Se llevó una fortuna opípara, obscena, y luego contrajo cristiano matrimonio en segundas nupcias con el oficial Antoine-Emmanuel Durrieux. Con el que fuera en tiempos su primer chulo.






miércoles, 24 de abril de 2013

Mis tiranos favoritos (20).

     LEOPOLDO II
     (Primera parte)

     Fue el segundo rey de la dinastía además del segundo Leopoldo. Bélgica era un territorio de creación reciente entonces, independiente desde mil ochocientos treinta, y a su padre le había tocado la corona como si fuera el perrito piloto. Su prima, la Reina Victoria del Reino Unido, decía de él que era "muy raro". ¡Pues anda que su hermana Carlota, Majestad! Loca declarada y de remate, la Emperatriz de Méjico se creía nada menos; ataba gallinas con un cordel a las patas de las mesas para que no la envenenasen 'los infiltrados' y en fin... que daría para un capítulo aparte y hasta para varios tomos de disparates. Su esposa tampoco es que anduviese muy fina. Le gustaba dirigir cargas del ejército en las maniobras y amaestrar caballos, a los que enseñaba a subir y bajar las escaleras de palacio. "Muy raro", sí, claro... pregúntele al servicio doméstico. A las mozas, las chachas, por los chochazos que liaban. Claro que el de Leopoldo ya fue exagerado, podría decirse que se pasó cuatro pueblos y hasta miles de aldeas. Para empezar quería una colonia. Pero no una eau de toilette de esas - o en todo caso sólo para quitar el hedor de las pitas de casa - sino una colonia con huevos, como el champú, que el tolete ya lo pondría él después. Bélgica le parecía un país un poco enclenque, esmirriado y sin esbirros como dios manda, aparte de que colonizar estaba de moda y daba sus buenos cuartos, duros a paladas. Que se había encaprichado, vamos. Trató de comprar unos lagos en el delta del Nilo para drenarlos y reclamar las tierras, pero nada. Indagó precios en Abisinia, en la provincia argentina de Entre Ríos, por la isla de Martín García (¿A quién pertenece esa isla? ¿Se podría comprar y establecer allí un puerto libre?), y hasta pujó por las Fidji. Mantenía correspondencia con un abogado llamado Money (sí, así) con el que intercambiaba pareceres sobre grandes pelotazos, y aunque estaban muy de acuerdo en cuestiones fundamentales, como que los trabajos forzados eran el único medio de civilizar y elevar a esos pueblos corrompidos e indolentes, y que en suma ordeñar bien no era otra cosa que dar buenas órdenes, luego fallaban los cimientos, la base, lo que viene siendo el sitio donde establecerse para sablear a placer... Porque a esas alturas ya estaban casi todos cogidos, no te jode el espabilado. Así empezaron quizá los chistes de belgas en ciertos foros. Como los de Lepe pero sobre Leopoldo.

     Acabó fijando sus ojos en el África ecuatorial, donde aún quedaban zonas vírgenes y con indígenas de paquete. Andaban por ahí en canoas de troncos, con las bolas balanceándose y como embrujados con el animismo: pigmeos mitológicos, lolivas de negra oliva, bompopos pomposos, otros como kubas... un batiburrillo de tribus en chichas y sin cepillar todavía. Vaya chollo: más tontos que Abundio y con marfil en abundancia, y luchando con lanzas además. Había que hincar el colmillo en esa finca como fuese, morder a dolor y medrar a lo grande. Claro que tampoco podía marcarse en exceso. Era preciso disimular. Por el qué dirán primero, aunque estaban guapos los otros para hablar, y sobre todo para que no le pisasen los terrenos, que era en realidad el mayor riesgo. Como oliesen dólares adiós, que menudos lebreles tenían la prima Victoria y el resto de la tropa cuando les daba por poner sus propios sátrapas. De modo que montó una sociedad filantrópico-tropical, la Asociación Africana Internacional. Con fines científicos de altura y también altruistas: liberar a los oriundos de la esclavitud árabe antes de meterles el clavo. Mejor imposible, haciéndose ahí el justiciero impasible. No le faltó más que silbar. Organizó un buen sarao en el país, una reunión, ¡una Conferencia!, de geógrafos y exploradores avanzados. ¿Es necesario decir que, al traerles a Bruselas, no me he guiado por ningún egoísmo?, así, sin cortarse. Discursos cursis. Incluso adecentó el palacio para acogerles. Fuera gallinas, fuera caballos... ¡equinos aquí no!. Puso a los sirvientes a dormir en armarios roperos para hacer sitio. Pregúnteles. Todo un trasiego: tinta y papel del culo rojos, siete mil cirios encendidos en el recibimiento... fotos enmarcadas en oro y condecoraciones de Leopoldo para regalar de largo. "¡Como no amortice me voy a cagar hasta en la ruta virgen!". Por lo pronto le eligieron Presidente del tinglado, aunque sólo faltaba. El asunto se anunció bien en prensa y recibió el aplauso de todas las naciones con periódicos. Era un héroe, un benefactor que no buscaba el beneficio. No mucho después entró en contacto con Henry Morton Stanley, el de Linvingstone supongo. Un trolero descontrolado, otro, ni siquiera se llamaba así y sus invenciones y jartadas merecerían también capítulo aparte, como las de Carlota, aunque hay que reconocer que era un viajero con coraje. No sólo había encontrado al famoso doctor escocés y otras mil peripecias más o menos veraces, sino que había conseguido navegar el río Congo en una expedición de cine. Con ataques de serpientes deletéreas, hipopótamos y otros bichos indeletreables, nativos detrás de él; gente pasándose de vueltas hasta para internarse en la jungla solos con un loro, o que sencillamente no volvieron... Un novelón. Le encandiló y se apresuró a contratarle, ya sin delicadezas. Con argumentos muy francos: 50.000 al año. Tenía que ir a hacer caminos, conseguir brazos para desbrozar, talar, instalarse... esas cosas. Y estafar a los de la máscara y la maraca de los hechizos para empezar a chorizarles. "Es indispensable que compre [...] tanta tierra como pueda obtener y someta [...] Si me hace saber que va a ejecutar estas órdenes sin demora, le enviaré más gente y material. Quizá culis chinos". Claro que sí, curris asiáticos si hacían falta. Ponerlos a construir o tricotar sin límite y a base de estaca, chupado. Lo importante era no confundir los papeles, sobre todo con los que usaba en las alocuciones públicas. Seguir por lo segado.

     Formó otro conglomerado de espejismos: la Asociación Internacional del Congo, y puso a su nombre hasta el último rincón, incluidos los derechos soberanos y de gobierno y la obligación de ayudar con su trabajo o de otra manera a cualquier obra. Los jefes aborígenes ni se enteraban del entramado, les daban unos abalorios o un metro de gamuza para limpiar los cocos y tan legal: "Tú pon aquí el dígito que el resto ya lo dirijo yo". El chanchullo era tan indigno, tan inmundo, que de entrada ni siquiera se atrevió a validarlo judicialmente con el resto de países europeos; recurrió a los EEUU en primera instancia, que para este tipo de pitotes siempre son más resultones y resueltos. Su hombre allí, Henry Shelton Sanford, era un empresario gafe y lamebotas conocido, pero hábil con el cabildeo. Un celestino cumplidor. Contaba además con el entusiasmo del Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, John Tyler Morgan, un ex general confederado empeñado en devolver a los negros a sus lugares de procedencia: Filipinas, Hawaii y Cuba según él. Cuando oyó hablar del Congo se le hizo el culo coca-cola, casi sonaba como "c'mon go"... Total, que consiguió que el Congreso de allí reconociese la Asociación como un gobierno amigo y los derechos sobre las tierras "compradas", y aun sobre las "vacías". Sobre todo... Libertad sin IVA, como dice la canción. A partir de entonces fue más fácil camelar a las naciones del entorno. Hubo que hacer algunos malabarismos - nadie conocía en realidad los contratos reales, y Bismarck, que era otra buena comadreja, se olió el timo a kilómetros, sólo con hojear los documentos edulcorados que se les entregó. "¡Fantasías!", garabateó en los márgenes. Pero en definitiva tragaron. Los belgas estaban a cuadros con los acuerdos, ni pinchaban ni cortaban. Leopoldo con sus validos les trataba como a borregos y por lo pronto casi ni se enteraron de lo que se cocinaba. Porque en resumen su rey se había hecho con un "estado independiente" del tamaño de Europa occidental, una extensión monstruosa, a través de su única compañía; y además con potestad legislativa, un himno nacional titulado "Hacia el futuro" y su propia bandera de propina: una estrella dorada sobre fondo azul... sólo una. "¡A ver quién es el primo que se ríe ahora!".

   

martes, 23 de abril de 2013

Dos poemas de Adam Zagajewski.

     EL VIEJO MARX

Ya no se puede concentrar.
Londres es húmedo,
en cada habitación alguien tose.
Nunca le gustó el invierno.
Copia antiguos manuscritos
muchas veces, sin pasión.
El papel es amarillo
y quebradizo como la tuberculosis.

¿Por qué la vida aspira
tan tenaz a la destrucción?
Pero en el sueño vuelve la primavera
y la nieve que no habla en ninguna
lengua conocida.
¿Y dónde se puede colocar
el amor en su sistema?
Donde están las flores azules.

Odia a los anarquistas,
los idealistas le aburren.
Recibe informes de Rusia,
por desgracia demasiado detallados.
Los franceses se enriquecen.
En Polonia hay silencio, vulgaridad.
América no para de crecer.
Hay sangre en todas partes,
quizás cambie el papel de la pared.
Empieza a sospechar
que la pobre humanidad
continuará caminando
por la vieja tierra
como la loca del pueblo
que amenaza con el puño
a un Dios invisible.

.....

   NOCHEVIEJA 2004

Estás en casa y escuchas largo tiempo
grabaciones de Billie Holiday
que canta melancólica, soñolienta.
Cuentas las horas que aún
te separan de la medianoche.
¿Por qué los muertos cantan tranquilamente
y los vivos no pueden liberarse del temor?

     (Adam Zagajewski: "Antenas", ed. Acantilado, 2007, pp. 53-54 y 83).

lunes, 22 de abril de 2013

Dos poemas de Märta Tikkanen.

En pleno centro de unas bajas presiones
pertinaces lluvias por todos los lados
las nubes de tormenta se amontonan más allá del bosque
la lluvia espera el momento de empezar a descargar

Como al principio de una borrachera
largos días húmedos por todos los lados
todavía puedes dormir cuando te quedas dormido

Nunca está nuestra casa tan calma

.....

Hubo un tiempo
en que yo escondía las botellas
y vaciaba rápidamente
las escurriduras
en las macetas y en los ceniceros
o las tiraba por la ventana
tan pronto como te volvías de espaldas

Ahora eso me importa un bledo
Cuanto más rápidamente te eches lo tuyo al cuerpo
más pronto te apagas
y antes puedo continuar
con lo que me gusta hacer
en lugar de tener que estar escuchando
tus monólogos
leerles a los niños
leer yo
o simplemente dormir
por mi cuenta
además no se necesita
esperar mucho ahora
cuando basta un dedal
para que te emborraches
y vomites inmediatamente
y te apagues

Es práctico
se ahorra tiempo
y dinero

     (Märta Tikkanen: "La historia de amor del siglo", ed. Libros del Innombrable, 2010, pp. 9 y 32. Traducción de Francisco J. Uriz).

jueves, 18 de abril de 2013

Mis tiranos favoritos (19).

     PEDRO EL GRANDE

     Sentía genuina devoción por la ciencia. Dos o tres veces por semana, al amanecer, ya se le podía ver en la Academia de su ciudad, San Petersburgo, examinando con lupa los prodigios, como hipnotizado. Él mismo había incrementado con ganas el número de ejemplares para exhibir, adquiriendo al menos dos costosas colecciones de fósiles, animales disecados y fricadas. Aunque quizá la de mayor prestigio, la de un holandés llamado Ruysch, no llegó entera; los marinos que la transportaban aprovecharon la seguramente horrorosa travesía para hacer las típicas travesuras de rusos - según rumores - y se pusieron a chumar y restar el alcohol en el que se conservaban algunos especímenes, que ya quitada la tapa tal vez sirvieron de ración. Claro que por fortuna, por la que él había heredado en concreto, había todavía en la institución piezas exóticas y cachos chocantes a espuertas para exponer: esqueletos de enanos, de un gigante, embriones enfrascados, lenguas cuan largas eran, amputaciones de cipotes puestas a macerar, multitud de dientes que él en persona arrancaba a los macarras... Su curiosidad no conocía límites y era capaz de gastarse en tales fetiches rublos sin rubor, o conseguirlos bien a base de tenacidad o de tenazas. Se había vuelto como una compulsión.

     Dispuso que se le avisase de todas las operaciones quirúrgicas en ciernes, para ir de mirón, de MIR. En poco tiempo aprendió barbaridades y hasta empezó a bastarse él solo para hacer de sanitario y tirar de bisturí. Andaba por todas partes con dos maletines: uno de instrumentos matemáticos y otro de artilugios médicos, por si había que intervenir de improviso. No se colocó una sirena para decorar la corona de chiripa. A la señora Borst, esposa de un rico comerciante, le sajó un forúnculo de gigantes proporciones. La pobre anciana estaba ya atormentada de cuerpo y mente, lerda del dolor, y no quería ni que la tocasen ni que la viesen. Por allí apareció entonces Su Alteza con todo el tinglado curativo a cuestas; le echó un vistazo al absceso, se palpó pensativo el cazo mandibular y estableció el diagnóstico: "Déjele hacer al Zar, y a gozar", o algo semejante me imagino. Luego la esquiló sin anestesia, analizó con el dedo el ano y le tatuó una jota de un tajo. Todo el meticuloso proceso terapéutico habría ido formidable, sin complicaciones, de no ser porque la señora la diñó en el post operatorio, hecha un guiñapo balbuciente. Si bien hay que decir que Pedro corrió con los onerosos gastos del sepelio, al que él mismo honró con su asistencia también. ¿Quería solicitar formalmente la pupa para ponerla en un anaquel de la Academia? Puede ser... Por la ciencia había que hacer de tripas corazón a veces. Era contraproducente andarse con remilgos. En cierta ocasión, mientras despanzurraban un cadáver en un aula, notó que a uno de los asistentes le daba una arcada... y como es natural tomó medidas drásticas. Montó en cólera y mandó a los finolis de la dentera que desfilasen junto al fiambre y le soltasen un buen mordisco, así sin más, un ñasco sin asco y decidido. Para que se les quitase la tontería. La idea era aumentar la colección a toda costa. A una de sus amantes, la condesa María Pawlowna Hamilton, mandó que la decapitasen para captarla. Tras la intervención agarró la cabeza por el pelo, explicó bien a la concurrencia los didácticos y fascinantes cortes que había hecho el hachazo y a continuación entregó a los de taxidermia urgente el tarro ya deformado para que lo metiesen en uno de formol... ¡Y a la sección de seccionados!. Por supuesto tampoco faltaban los experimentos constantes, sobre todo con explosivos, que a veces le conseguían sus buenas onzas de carnaza - aunque tal vez un poco chamuscada. El hijo de otra de sus favoritas quedó desmembrado de un petardazo en una prueba con pólvora, y como es lógico no tardó en morir. Esos ensayos le chiflaban. Era un no parar de darle marcha a la mecha. En sus peores descuadres montaba hasta refriegas y batallas fingidas, de pega pero fieras, con los mozos de cuadra como tercios.  

     Para reponerse tras tanto trabajo mental tenía aficiones menos sobrias, más lúdicas que lúcidas. Poner a pasear a ancianos vestidos de saltimbanquis por las calles nevadas, por ejemplo. Para descojonarse. Dar tortas estentóreas y espontáneas a los transeúntes, con sus manos de tiarrón de dos metros, acercarse a zancadas a quitarles el reloj o la barba a tirones, las fabulosas tartas con enano dentro... Se rilaba de la risa. Menudas juergas y juegos con los menudos. Los obligaba a relinchar, a cacarear y tirarse ventosidades. Se sentaba y formaba comitivas de hasta setenta y dos, ahí desfilando disfrazados de mariscal, de novia y novio, de ministros diminutos... o les ordenaba bailar danzas rusas en cuclillas hasta la bola de vodka... ¡Que también había que divertirse, copón!. No todas las horas iban a ser de vil estudio. Aparte de que nada mejor para desinfectar que la bebida fermentada y con alto contenido de etanol. Éso ya lo tenía más que probado en su laboratorio. A la larga degeneraba, de acuerdo... pero no dejaba ni un germen. Él mismo había abandonado una vez una misa a la mitad para ir a una orgía y se le quedó fenomenal el organismo. Ferpectamente. A las visitas ilustres las ponía patas arriba de privar. En coma antes de la comida, y sin posibilidad de negarse a la ingesta. Al embajador holandés lo desmayó, kaput, no podía ni levantarse ya de la silla y seguían trayéndole licores, la mismísima Zarina haciendo de camareta; recipientes tochos hasta el borde y con todos los nobles en estado estuporoso a su alrededor, sumidos en un ciclón descomunal. Como de goma, casi hologramas. Desdoblándose y la de dios; elevándose al cubo a rastras. Durmiendo después la mona a la intemperie en bosques y neblinas... Ese mismo tipo contaba en sus diarios que una de esas noches sacó a parte de la corte a hacer un viaje en barca. Con un vendaval de los que no traen olor a lavanda precisamente, tan intenso que corríamos peligro de levantarnos del suelo. Pedro tirando del timón y el resto esquizofrénicos en el esquife, tratando de agarrarse a algo en medio de la galerna. Porque aquello no eran olas; eran montañas rusas desatadas. Para aligerar lastre varios sirvientes y boyardos tuvieron que arrojarse por la borda. A hacer de patos por la patria, ¡venga al agua!. Y el Zar mientras esforzándose en enderezar el rumbo, tronante y aullándoles a los rayos. Acordándose de Arquímedes, seguro.



martes, 16 de abril de 2013

Siete Hai-kú de Raúl Sánchez.

¿Cómo es posible
que ya te hayan comido,
segundo plato?

Cuando es más bella
la vida que la música
se vuelven tristes.

En pleno invierno
sigo echando de menos
tus pies tan fríos.

(2011)
.....

Invulnerables
tortugas tras su concha
bajo estas sábanas.

"Vivir del aire"...
¡Qué sabios, los poetas!:
Lo venderemos.

(2012)
.....

Noches que vuelcan
en un reloj de arena
toda la playa.

Somos partículas
de un dios efervescente
dándose un baño.

(2013)

     (Raúl Sánchez, en asiderosdelabismo.blogspot.com).

lunes, 15 de abril de 2013

"Las masas corales", un poema de Manuel Vázquez Montalbán.

Amaban demasiado y los domingos
como nosotros y tuvieron sonrisa
desde niños, manos cálidas después
palpando vida incierta, libros
pocos; muchos martillo o cuerda
de cáñamo amarilla o blanca, tosca
para izar casas y ahorcar pequeña
vida, interiores de hogares, antes
de la guerra es posible iluminables
por carburo o candiles de aceite

pertenecieron a selectos Ateneos, otros
a marrones ateneos de barrio, quizá
de gremio - sus ediciones económicas
de Marx, Lombroso, Paracelso, San
Agustín o Bakunín todavía se encuentran
en montones malolientes de encantes
domingueros - y cantaron por Pascua
"Rosó, llum de la meva vida..."
en las esquinas del barrio, las masas
corales no inquietaban a Ortega, filósofo
sólo preocupado por las masas taciturnas
de los amaneceres de días laborables

amaron como nosotros bastante mal
pero con más esfuerzo, hicieron el amor
algunos, otros ya no tuvieron tiempo
podrida la hombría fláccida de su muerte

porque murieron

muchos no lejos de las vías de los trenes
junto a fuentes que constan en las guías
de España, para turistas de domingo

donde las flores seguramente enrojecen
de sangre antigua oculta como ríos
subterráneos que ya nadie distingue.

     (Manuel Vázquez Montalbán: "Una educación sentimental / Praga". El poema pertenece al primer libro. Ed. Cátedra, 2001, pp. 117-118).

domingo, 14 de abril de 2013

"El hombre en el espacio", un poema de Billy Collins.

Lo único que tienes que hacer es escuchar cómo le habla
a veces un hombre a su mujer en una mesa con gente
y reparar en lo mucho que se empeña en tener razón,
aunque el labio inferior de ella haya empezado a temblar,

para saber por qué las mujeres de las películas
de ciencia ficción que pueblan su propio planeta
no aparecen preparando una ensalada o leyendo una revista
cuando los terráqueos llegan a bordo de su cohete,

por qué siempre forman un semicírculo
con los brazos cruzados, las piernas desnudas separadas
y los pechos protegidos por duros discos de metal.

.....

                    MAN IN SPACE

All you have to do is listen to the way a man
sometimes talks to his wife at a table of people
and notice how intent he is on making his point
even though her lower lip is beginning to quiver,

and you will know why the women in science
fiction movies who inhabit a planet of their own
are not pictured making a salad or reading a magazine
when the men from earth arrive in their rocket,

why they are always standing in a semicircle
with their arms folded, their bare legs set apart,
their breasts protected by hard metal disks.

     (Billy Collins: "Navegando a solas por la habitación", DVD Ediciones, 2007, pp. 164-165. Traducción de Eduardo Moga). 

sábado, 13 de abril de 2013

"Dínamo o metrónomo", un poema de Natalia Castro Picón.

Me niego a ser el joven en estricto cumplimiento de su rol y sus porqués,
soy, si cabe, el anciano que zarandea el sonajero revulsivo,
patea la pelota incongruente que es el hoy.
No soy el veinteañero de bandera roja, no soy, no.
Soy, si acaso, el contable al que nunca cerraron las cuentas,
y se hizo el ciego, a sabiendas de terminar digerido
por este mundo muerto y numeral.
No soy, no quiero ser, el tramo del trayecto de una vida que me lleve hasta la tumba,
soy, si eso, quien no ha nacido para ver cómo se va agotando el fuelle justo.
Cierra esa puta boca de adulto pasado de vueltas,
váyase usted allá lejos y a tomar por el culo.
Porque no es mi edad lo que está en tiempo de lucha.
¡Cierra tu jodida boca de cobarde!

     (Natalia Castro Picón: "La intermitencia de los faros", Canalla Ediciones, 2013, pp. 33).

martes, 9 de abril de 2013

Mis tiranos favoritos (18).

     CARLOS D'ESPAGNAC ( El Conde de España )

     Nació en Francia de una familia linajuda, los marqueses d'Espagnac. Bien en principio, menuda potra, aunque al cumplir catorce años cambiaron las tornas y estalló la revolución. Todo un contratiempo. Entonces había más bien pocas patatas en su patria, un chasco las cosechas; pero pelapatatas gigantes los tenían casi en cada plaza, recién cabruñados además y con la peña muy encabronada, y desde luego algún tipo de función tenían que asignarles a los chismes. Conque se pusieron raudos a tirar del hilo, y luego ya directamente de las cuerdas, y a llenar los cestos con testas aristocráticas hasta el punto de que aquello acabó pareciendo ya un sorteo con truco donde a todos los participantes les tocaba. Si pertenecías a la nobleza te daban boleto, así de fácil, y las apelaciones las resolvían a palos. Fraternidad lo llamaban, cantando y ejecutando vizcondes como conjuntivíticos. Para evitar el afeitado a fondo, bastante presumible, el marquesito decidió emigrar muy apurado. Pasó a Inglaterra y de allí a aquí, a España, donde se podía privar sin tasa, su gran pasatiempo, y el poder era todavía un coto privado de chusma incluso más despiadada, pero con títulos y una larga tradición al menos, no espontáneos sin clase ni estudios ahí abalanzándose a la sedición igual que una manada de ñus sedientos. Se alistó en los ejércitos de Carlos IV dispuesto a atajar todos esos desórdenes tan ordinarios y a meter en vereda al populacho. Y de paso sacarse un buen jornal, qué cojones, que después de todo le habían arramplado con la heredad aquellos gorrones del gorrito colorado, y tan campantes. Empezó de capitán, invadiendo su propio país. Bueno, intentándolo, porque pese a ser unos zotes los de la plebe les dieron una buena azotaina. Los pusieron otra vez mirando a Cuenca, en fila india. Aunque por lo demás se adaptó bien a la patria adoptiva, fenomenal. En 1812 ya era gobernador militar de Madrid y poco después Fernando VII le hizo el honor de españolizar su apellido, que la verdad es que lo estaba pidiendo a gritos. También le ascendió a conde, le dio el mando de su Guardia Real y en 1827 el de sus tropas cuando tuvo que sofocar una rebelión de realistas extremos que, sinceramente, no lo parecían en absoluto. Pero bien, los aplastó, y así obtuvo ya el cargo de Capitán General y la fama de terror de los insurgentes. Algo mucho mejor que sargento.

     Se instaló en Barcelona, la ciudad condal. Lógico. Allí prohibió las trenzas con lazo, por si había alzamientos, y los anuncios de aceites para eliminar el vello y de pomadas contra las hemorroides. Ya no tanto. Pero en fin, había que prevenir posibles dislates. Regenerar la sociedad, comenzando por la higiene. Afeitar bigotes, rapar cabezas a tijera... y sobre todo controlar a las amas de casa remolonas, los desmadres  mucho más allá de las melenas. Cada mujer debía barrer antes de las ocho de la mañana la porción de acera que hubiese frente a su casa. A conciencia, ni polvo extra ni exterior. Sus soldados andaban por ahí diquelando y si observaban anomalías tenían instrucciones de entrar en la casa en cuestión y hacer las tareas del hogar ellos mismos, frotarles con ganas las perolas si hacía falta, y por supuesto después pasar factura. Sin excepciones: a su propia esposa la tuvo un día arrestada bajo las escaleras por no encontrar batatas. Todo tenía que estar en su sitio. El suyo, por supuesto, era la Capitanía, y en ella se pasaba la mayor parte del tiempo, sentado en el suntuoso corredor con vistas al puerto. Se llevaba su aperitivo habitual, una botella de ron y otra de aguardiente, y allí aguardaba contemplativo y sereno por decirlo de algún modo hasta que empezaban a aflorar las irregularidades. Porque en un momento dado surgían como de la nada, a diestro y siniestro. Todas las botellas empezaba a verlas ya medio vacías y a los transeúntes como amenazas potenciales, conspiradores haciéndose los longuis... catalanes. Le venían arrebatos con los que llevaban barretina, y es que los vestían como sin culotes, ahí provocando; con los polloperas que se las daban de caballeros distinguidos sin serlo también - a ésos los mandaba a servir en Cuba de una patada en el bul -; o con los mocosos granujas que se ponían a jugar debajo y que a veces acababan en las unidades de pífanos y tambores, para ver si así se les quitaban las ganas de armar barrila. En una ocasión mandó a un jorobado que pasaba hacer guardia uniformado en la puerta para descojonarse un rato, y otro día puso a unos soldados a desfilar marcialmente mar adentro. Lo que diese de sí el pedo, así en general. Aunque las formas eran las formas, sin duda, y cuando una escuadra holandesa atracó allí se dejó de banalidades y ordenó que subiesen su caballo al balcón para saludar como es debido, con la proverbial gallardía de un grande de España. Que admirasen íntegra la entereza.

     Debido a ella asistía a las misas con suma gravedad, casi gravitando. En un estado rayano al éxtasis - al éxtasis místico, se entiende. Se ponía de rodillas, los brazos bien extendidos en cruz, y alucinaba con los ojos en blanco, más que la hostia. La gente no decía nada, qué iban a decir; le dejaban ahí sumido en los espejismos y sus vislumbres particulares, flipándolo solo. A veces le daban como bamboleos, convulsiones repentinas de arrepentimiento o no sé, posesiones de las inmateriales. Además llevaba a cuestas cantidad de escapularios, medallas de beatos y bisuta, y no era infrecuente que con aquellas protolevitaciones súbitas empezase todo a tintinear de la intensidad y a montar cierto jaleo en el templo. Durante una ceremonia se le piraron las cuentas del rosario rodando; se pusieron a botar las bolitas y a deslizarse entre los rezos ajenos a causa de los zarandeos de enajenado wagneriano que les metía. Claro que ni dios chistó. Menudo era el Conde con sus enemigos. Eléctrico. Tenía mandado que cada vez que se ejecutase a alguien, cosa que sucedía muy a menudo, se disparase además un cañonazo. Por si alguien no se había percatado y para que se recatasen. Luego se sacaba el cadáver de La Ciudadela, muchas veces amputado, y se colgaba varios días en público. Me figuro que habría alguna ama de casa encargada de fregar el reguero de sangre. Él se ponía su uniforme de gala, se pimplaba bien de orujo, hasta tener los ojos rojos, y se encaminaba hacia allí con un séquito de acólitos totalmente alcoholizados para reír a carcajadas y bailar a su alrededor. La banda militar siempre tocaba entonces "Las habas verdes", que era su himno oficial para aquellas celebraciones. Como "La marsellesa" pero más doméstico.


lunes, 8 de abril de 2013

Dos poemas de Luis Alberto de Cuenca.

EL CANTO DEL GALLO

"No te quejes", escucho. "No te quejes",
repite una y mil veces el gallo. Son las cinco
de la mañana. Estoy medio dormido.
"Quiquiriquí", tendría que cantar ese gallo,
pero canta otra cosa. ¡Ya puede prepararse
si me levanto y salgo! "No te quejes",
insiste, "no te quejes", cada vez con más ganas.
Lo ha conseguido. No me quejaré.
¿De qué sirve quejarse?

.....

SOBRE UN TEMA DE BÜCHNER

Todos se habían muerto. No quedaba
nadie vivo en el mundo salvo un niño
que lloraba y lloraba día y noche.
La luna le miraba tan risueña
que quiso visitarla, pero cuando
llegó a la luna, vio que sólo era
un trozo de madera putrefacta.
Y se fue al sol entonces, y el sol era
un girasol reseco, y las estrellas
unos mosquitos de oro diminutos.
Y regresó a la tierra, que era como
una olla al revés, y estaba solo,
y se sentó a llorar, y todavía
sigue sentado y está solo hoy,
llorando amargamente día y noche.

     (Luis Alberto de Cuenca: "Los mundos y los días. Poesía 1972 - 1998", ed. Visor, 1999, pp. 245 y 323).

lunes, 1 de abril de 2013

"Fui explorador en el Polo", un poema de Mark Strand.

En mi juventud fui explorador en el Polo,
pasé incontables noches y días helándome
de lugar vacío en lugar vacío. Finalmente,
dejé de viajar y me quedé en casa
y creció en mí un repentino exceso de deseo
como si me atravesara un resplandeciente
haz de luz de los que se ven en los diamantes.
Llené página tras página con las imágenes de las que había sido testigo...
El ruido del hielo en el mar, glaciares gigantes, el blanco de los icebergs
azotado por el viento. Luego, no tenía nada más que decir, me detuve
y dirigí la mirada hacia lo más próximo. Casi al momento
apareció entre los árboles frente a mi casa
un hombre con abrigo oscuro y sombrero de ala ancha.
La forma en que miró al frente y se quedó quieto,
sin mover las piernas, los brazos colgando,
me hicieron pensar que lo conocía.
Pero, cuando levanté la mano para saludar,
retrocedió un paso, se volvió, empezó a desvanecerse
como el anhelo se desvanece hasta que no queda nada de él.

.....

       I HAD BEEN A POLAR EXPLORER

I had been a polar explorer in my youth
and spent countless days and nights freezing
in one blank place and then another. Eventually,
I quit my travels and stayed at home,
and there grew within me a sudden excess of desire,
as if a brilliant stream of light of the sort one sees
within a diamond were passing through me.
I filled page after page with visions of what I had witnessed -
groaning seas of pack ice, giant glaciers, and the windswept white
of icebergs. Then, with nothing more to say, I stopped
and turned my sights on what was near. Almost at once,
a man wearing a dark coat and broad-brimmed hat
appeared under the trees in front of my house.
The way he stared straight ahead and stood,
no shifting his weight, letting his arms hang down
at his side, made me think that I knew him.
But when I raised my hand to say hello,
he took a step back, turned away, and started to fade
as longing fades until nothing is left of it.

     (Mark Strand: "Hombre y camello. Poemas", ed. Visor, 2010, pp. 26 y 27. Traducción de Dámaso López García).