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jueves, 13 de diciembre de 2012

Mis tiranos favoritos (5).

     NERÓN

     Venía de un linaje con solera. Su tatarabuelo Gneo Domicio ya se paseaba por su provincia en elefante. Se decía que su padre había aplastado adrede a un niño en la Vía Apia, encabritando al caballo, y que cierto día le sacó un ojo a un patricio por censurarle con excesiva franqueza. Las vanidades y envenenamientos masivos de su madre, Agripina, son conocidos y hasta históricos. Sin embargo Nerón fue un niño noble y dotado de una inteligencia notable. Le gustaba criar pájaros cantores: un estornino y dos ruiseñores entre otros, a los que enseñaba a hablar en griego y latín. Para firmar su primera condena a muerte titubeó, tuvieron que insistirle. "Ojalá no supiera escribir", sentenció. Y es que la sangre le horrorizaba entonces; asistía a los espectáculos circenses con una esmeralda para ver a los gladiadores a través de ella, usándola a modo de espejo. Cuando un actor alado que remedaba el vuelo de Ícaro sufrió un imprevisto y se estrelló a su lado, chiscándole toda la toga, es posible que sintiese un repelús. Aunque indudablemente se repuso. Nerón quiero decir.

     Al cabo de un tiempo fue dejándose de remilgos y milongas. De natural apasionado, excesivo, la inercia de ser césar en una Roma más bien afilada, donde se envenenaba incluso en vano, acabó transformándole en un locanas legendario. Llegó a liquidar a un tipo por ser demasiado melancólico y tener cara de pedagogo. Cuando le trajeron la cabeza de Sila degollado bromeó con sus canas prematuras, y le pareció hermosísima la nariz de la de Plauto. Criaba mulas hermafroditas y a un antropófago egipcio. Organizaba orgías de antología, de las que pasan a los anales, como la del lago Agripa, donde todas las abominaciones que pueda representarse una mente depravada se hicieron realidad. Vamos, que la ruta del bacalao era cosa de fenicios y cenizos. Uno de sus juegos consistía en ponerse pieles de fiera, salir como una posta de una jaula y abalanzarse sobre los genitales de varios hombres y mujeres encadenados en pelotas, ahí en postes, mientras su liberto Doríforo le cubría, según Suetonio. Claro que puede que se trate de una confusión del distinguido historiador, porque lo cierto es que cubierto ya iba: con pieles de fiera. No había ninguna necesidad.

  Como la mayoría de los hijos tirando a empantanados de las familias pudientes su gran ilusión era ser cantante. Para ello no escatimó en medios ni en extremos. Cuando se hartaba de comilonas y ensartes de comedia se disciplinaba en su arte, casi como un asceta. Se pasaba hasta las tantas dándolo todo con el músico Terpno, que tiritaba la cítara; seguía una dieta idiota a base de puerros de Aricia, absteniéndose de fruta y purgándose con lavativas y vómitos; se tapaba la boca con un pañuelo para evitar la acción perniciosa del aire, que debía de estar de lo más viciado por ahí; o hacía ejercicios hipopotámicos con una plancha de plomo sobre el pecho, para robustecer la chorrada de voz. Llevaba un auténtico séquito de lamerones cuando declamaba. Algunos secuestrados de la orden ecuestre, o bien pacones orondos de la plebe (unos cinco mil) adiestrados en el arte de aplaudir con síncopes tipo tejo, zumbido de abeja, o teja acanalada... según lo convenido o conveniente. No obstante, para publicitar bien el asunto, acuñaba monedas de sí mismo tañendo, por si alguien no se había pispado aún del fenómeno. Era sin duda un emperador emprendedor, un dictador didáctico, aunque difícil de bailar a juzgar por los títulos de sus grandes éxitos: Orestes matricida, Edipo ciego, Hércules furioso... Un poco punk de antañazo con su cresta postiza de laurel, o quizá el gran precusor de lo que siglos más tarde Artaud daría en llamar el teatro de la crueldad.

     De hecho las puertas se cerraban durante sus actuaciones y nadie podía salir bajo ningún concepto. Se habla de mujeres que parieron en las gradas, que no debe de resultar nada agradable; de tipos que trataban de saltar los muros y se hacían incluso los muertos por ver si los sacaban para enterrarlos. De un terremoto también que una vez sacudió el escenario, sin que el gran césar se inmutase ni cesase el recitativo (es más: compuso al parecer unos versos a los dioses, para agradecerles su ovación). Hay que reconocer que al menos bemoles para dar el cante sí los tenía. Era en el fondo su especialidad.






   

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